sábado, 7 de enero de 2012

Venga, vamos a intentar reírnos un poco. Esto es que se era en la región esa de tribus asesinas del norte de España que, en aquellos ayuntamientos que dirigen los criminales, porque Zapatero, el del collar de Isabel II, les regaló el cargo a pachas con el Tribunal Constitucional Revolucionario, a los pobres Reyes Magos no se les ha ocurrido otra cosa que pasarse a desear felicidad al rector municipal... y no los han recibido porque dicen que eso es apología de la monarquía. Bueno, en una región de un esquinazo de la vieja Europa en donde el deporte nacional consiste en levantar guijarros de más de cien Kgs. y arrastrar sillares de varias toneladas asistidos por un desriñonado buey, no puede exigirse que el desarrollo del neocortex de los nativos haya experimentado una evolución compatible con la del Homo Sapiens, en cualquier caso nunca suficiente para edificar una civilización que se adelante a la de los pictos. Y a estos errabundos intelectuales nadie les ha contado que los susodichos personajes legendarios jamás se ha demostrado que existieran, que no eran reyes y mucho menos magos, en cualquier caso astrólogos, adivinos, druidas, augures, al servicio de algún reyezuelo perteneciente a alguna tribu irania, por ejemplo el rey Gondofares hijo de Hereo, descendiente de Atheas, rey de los escitas y unificador de los sármatas y señor de las tierras de Agni; o Meljhi-Or, a la sazón Mons perteneciente al monasterio del sagrado monte Kailas del Tibet; o bien Natakamani descendiente del rey nubio Menelik I, hijo de la reina de Saba y del rey Salomón... En fin, para qué seguir. No obstante y dadas las fechas que estamos viviendo, voy a relatarles un cuento mío que edité en la revista gallega "Ó NOSO LAR" del año 2011, en su número que festejaba las fiestas de Santiago Apóstol. El cuento se llama "EL NIÑO DE LA LUZ" y dice así:

-¡Señor! ¡Señor! ¡Mi señor!
El oficial de la guardia entra en el salón del trono realizando, con un incuestionable vigor, un marcial saludo militar, al uso, golpeándose el pecho con el puño de la mano derecha, en tanto mantenía la mano izquierda aferrada a la empuñadura de su espada.
Aquella sala mostraba muy escasa riqueza en su obra, al igual que el resto del inmueble, al fin y al cabo no se trataba sino de una atalaya de piedra con techado y encofrados de madera, en medio de un campamento militar, rodeado por una empalizada de troncos. En realidad, los signos externos de opulencia que podían denotar la condición real de su inquilino, quedaban a cargo de los escasos, aunque trabajados, muebles, los tapices, alfombras, doseles, colgaduras y pieles de animales, que cubrían suelos y paredes, en anárquica alternancia con distintos tipos de armas y escudos.
El trono, de madera de castaño, bien labrado, aparecía encaramado sobre una tarima de tres escalones, que el tiempo había desgastados. Tras el sitial, dos largos cortinajes en color granate, rompían la monotonía del tabique de sillares de granito con pobre pellada, que veíanse burilados de forma descuidada y desigual, y que tapiaba el fondo de la estancia.
El rey Gondofares (en idioma armenio Gastaphar) se encontraba de pie, delante de una amplia mesa sobre la cual figuraba representado, en barro rojo, un plano en relieve de algún territorio ciertamente montañoso. El monarca era un hombre joven de larga cabellera y abundante barba, moreno de tez y cabello, alto de talla y bien fornido, que portaba un peto ligero de cuero sobre una túnica ajustada a la cintura por un ceñidor y botas de cuero hasta media pierna. Rodeado de media docena de aguerridos generales, discutía, valiéndose de una vara, algunas maniobras militares para la disposición de los ejércitos a saber en que futura empresa, pero que atraía evidentemente su interés.
Todos los presentes giraron sus cabezas hacia el capitán de la guardia.
-¿Por qué nos interrumpes? – preguntó el viejo general Hirkhamu.
-Mi señor, ha llegado hasta la fortaleza una extraña comitiva.
- ¿Una extraña comitiva? –Repitió el rey- ¿Un grupo armado?
-No, mi señor; no serán más de una docena y su aspecto es de gente de Dios, o algo parecido, aunque su indumentaria es bien singular.
-Explícate.
-Tienen sus cabezas afeitadas y cubierta con extraños tocados, altos como mogotes puntiagudos. Visten túnicas largas de color púrpura y togas como el azafrán. Montan en asnos y parecen custodiar un carro cerrado, tirado por una pareja de yak, donde se acomoda el que parece ser el patriarca, pues es más rica su vestidura.
-¿Y que es lo que piden? –Preguntó Hirkhamu, que se cubría la espalda con una gran piel de oso- que la guardia los despache.
-No tienen aspecto de nómadas vagamundos, sino que parecen gente principal para alguna comunidad, pues que insisten en ser recibidos por mi señor.
Gondofares se volvió y miró con gesto inquisidor a un hombre muy alto, cubierto por una túnica y capa talares de color oscuro, que no dejaban ver salvo sus manos, a través de la abertura delantera de la capa, apoyadas en un largo báculo rematado en una formidable piedra de cuarzo rosa. Portaba barba muy fina, que dejaba al descubierto unos gruesos labios, y se cubría la afeitada cabeza con un amplio capuchón integrado asimismo en la capa. Aquel hombre, a todas luces un adivino, druída, mago, augur o algo parecido, que se había mantenido todo el tiempo en la penumbra de la sala, iluminada con hachones humeantes, dio un paso hacia adelante y, sin cruzar una palabra, asintió con la cabeza.
-Sea, hazles pasar –ordenó el rey al oficial, al tiempo que hacía un gesto con la mano a sus generales para que se apartaran a los lados de la estancia, y cubría sus hombros con una capa color carmesí, ricamente bordada con oro en su vuelo.
No pasó mucho tiempo antes de que dos soldados de la guardia separaran ambos palios de los cortinajes que cerraban la poterna de acceso, y por ella entraron tres personajes, el más destacado en su atavío, delante de los otros dos, cuyo aspecto respondía exactamente a la descripción que de ellos hubo hecho el capitán de la guardia.
Su porte era venerable y bondadoso y en sus labios se dibujaba una afable sonrisa. Juntas las palmas de sus manos delante de la cara, avanzaron unos pasos, con la templanza de a quienas el tiempo no hostiga, hasta detenerse a unos pasos del rey, y realizar una cortés reverencia con sus cabezas. Gondofares, que aguardaba de pie delante del trono, correspondió, ya inevitablemente intrigado, colocando su puño derecho sobre el pecho e inclinando también la cabeza levemente.
-Seáis bienvenidos. Habéis solicitado verme. Yo soy Gondofares, descendiente de Atheas rey de los Escitas y unificador de los Sármatas. Soy hijo de Hereo, y rey del pueblo de los Pahlavas y señor de la tierra de Agni.
-Sabemos quien sois.
-Bien pues entonces decid que queréis de mi.
-Veréis señor de los bravos Pahlavas –comenzó a hablar con tono apacible, aunque firme, aquel que encabezaba la embajada- nosotros, nuestro séquito y las bestias que nos acompañan llevamos muchas jornadas de agotadora marcha desde las escarpadas montañas del país del Tibet, y deseamos solicitar de vuestra indulgencia nos permitáis detenernos a descansar en vuestros dominios para reponer fuerzas y aprovisionarnos de alimentos y agua, y así poder proseguir nuestro viaje sin más pausa.
Gondofares miraba a los recién llegados con ceño fruncido, pero indudablemente tranquilizado al comprobar que no se trataba de espías de los griegos, los romanos, los partos o a saber.
-Si, claro –titubeó el rey- podéis permanecer en mi fortificación el tiempo que os sea menester para aprovisionaros, pero no entiendo…
-Es muy de agradecer, señor, pero no podemos demorar nuestra partida más allá de dos jornadas, pues el tiempo apremia y el gozoso día está por llegar.
-¿Y que es aquello que ha de suceder en un día cercano que es tan importante?
-Veréis señor, mi nombre es Meljhi-Hor (en armenio Melchior), a la sazón Mons. perteneciente al monasterio del sagrado monte Kailas, en la región del Tibet. En esta abadía es donde reside nuestro maestro espiritual que vosotros llamáis Dalai y nosotros Gyam-Tsho. Mi misión, en vida del Dalai es asesorarle en la interpretación de los signos de la naturaleza y de los astros del cielo. Pues bien, hace algunas jornadas, nuestro maestro, el Dalai murió, y su espíritu voló para reencarnarse en otro cuerpo, en el de un recién nacido.
Pocas horas después de su muerte, mientras sosegaba mi espíritu en la contemplación del estrellado firmamento, pude observar la aparición de una señal del Universo, una estrella con una gran cola brillante que desde entonces marcha muy lentamente hacia poniente, indicándome así el lugar hacia donde debo buscar. Hoy mi misión, pues que fui nombrado Panchen Lama por la comunidad, es encontrar el Turku, la nueva reencarnación del espíritu de nuestro maestro, el niño donde reside el alma del “océano de la sabiduría”, y debo encontrarlo antes de 49 días, pues de ello dependerá que el espíritu del Dalai consiga completar su Karma, para alcanzar el fin más deseado, la completa perfección espiritual, el Nirvana.
El rey miraba a aquel hombrecillo con gesto de gran estupor. Lentamente volvió a girarse hacia su hombre sabio, podemos asegurar que en demanda de ayuda. Aquel esbelto personaje echó hacia atrás el capuz que le cubría la cabeza, se acercó a los monjes, saludó y habló.
-Soy Habban, sacerdote zoroástrico, adivino y astrólogo al servicio del rey Gondofares, como antes serví a su padre. He escuchado vuestro relato con atención. Conozco la existencia de vuestra comunidad y tengo razón de algunos de los preceptos difundidos por Buda hace 500 años. Os he escuchado hablar de una señal en el firmamento…Yo también la he visto, e informe a mi señor de que en la voluntad del Universo está un gran acontecimiento que ha de suceder, aunque no pude asociarlo con algún hecho que no fuera una victoria militar. Pero al escucharos relacionarlo con el nacimiento de un niño prodigioso, me ha evocado la promesa que nuestro profeta Zaratustra nos hizo, antes de partir, sobre el nacimiento de un redentor de las almas que llamamos Peshotan.
Durante unos instantes se hizo un silencio que rompió de nuevo Habban
-Veréis, -avanzó a paso lento por la sala- el origen de mi nombre se remonta a las tierras próximas al río Jordán, donde vivían mis abuelos, en las riberas del mar salado, la tierra donde moran los cananeos. Un escalofrío me dice que es allí donde va a nacer el niño prodigioso, pues ellos comparten la misma profecía. Permitidme, pues acompañaros en vuestro viaje.
-No, Habban, soy yo, el rey quien debe acudir a rendir homenaje a quien llega a iluminar las almas
-Pero, mi señor, la campaña…-apostilló Hirkhamu. Un murmullo entre los generales inundó la estancia.
-Así debe ser –insistió Gondofares- Este es mi deseo y así se escribirá en la historia. Tu Habban quédate aquí y asiste a Hirkhamu, al que dejo al mando de mi reino en mi ausencia, en la preparación de la empresa para unificar a las tribus de los Partos y los Hindúes en un gran imperio, como es mi sueño. Pero ello habrá de esperar a mi regreso.
Dicho esto Gondofares llamó al jefe de su guardia y dio las instrucciones precisas para preparar una caravana escoltada, con gran impedimenta y fuertes caballos de las estepas que sustituyeran a las lentas acémilas de los humildes monjes. Y antes de que el sol se pusiera dos veces, la expedición partía rumbo a las tierras del poniente, siguiendo el mapa que el sabio Habban confeccionó sobre piel de ternera, para indicar el camino que habrían de llevar, y que, por supuesto procuraba evitar encuentros incómodos con las principales tribus hostiles que podrían encontrar, y ante todo con los romanos.
Durante el viaje, acampados en las noches tibias y estrelladas de las tierras al sur de la meseta Iránia, en la región de Persis, siempre cercanos a la costa del golfo Pérsico, y sin perder de vista a la hermosa estrella de larga cola, aquellos hombres pertenecientes a culturas y creencias distintas, pudieron comprobar que era mucho más aquello que les unía que lo que podía separarles. Unos, los zoroástricos o mazdeistas adoraban al dios Ormuz, o Ahura Mazda, señor del bien, que enfrentaban al espíritu del mal personificado por Ahriman. Básicamente la estructura de su filosofía se sustentaba en el dualismo entre el bien y el mal, noción que dará lugar entre los iránios a la teoría del Maniqueísmo, que luego hará furor entre los partos. De este modo, según profetizó Zaratustra el hombre es libre de elegir entre la maldad o la bondad de sus pensamientos, palabras y actos, pero finalmente su espíritu, tras la muerte, habrá de cruzar el puente para ser juzgado según haya sido su elección. Pero ese juicio no será final sino que, con la llegada de Peshotan, existe la posibilidad de limpiar el mal de las almas condenadas.
Los budistas, por su parte, intentaron ilustrar sobre que las almas deben atravesar por este mundo para purificarse y conseguir finalmente el estado de mayor felicidad, ausente de dolor y sufrimiento y de cualquier influencia material o de conciencia. Ese estado es el Nirvana, al que se consigue acceder en sucesivas reencarnaciones del espíritu, y en cuyo transcurso la suma de los buenos actos conducirá, finalmente, al paraíso de la suma dicha, y bienaventuranza. Estas y otras consideraciones iban completando de sabiduría el entendimiento de aquellas gentes.
Pasaron los días y finalmente la comitiva alcanzó las estériles riberas del mar salado, que los hebreos conocen como mar Muerto, en su orilla más austral. El día iba muriendo y era menester hacer el campamento, de modo que buscaron una pequeña vaguada resguardada del seco viento del desierto del Negev. Pero el destino quiso que al pequeño valle alcanzara a llegar, al mismo tiempo, una caravana de camellos y caballos que acampó muy cercana, haciendo uso de pertrechos que denotaban la importancia del príncipe que la dirigía.
Poniéndose el sol hacia el desierto, un oficial y dos singulares soldados de raza negra con ropajes de vistosos colores se acercaron al campamento de nuestros caminantes, rogando tuvieran a bien aceptar ser los invitados de su señor el rey Natakamani, el protegido de Dios (que en idioma hebreo sería traducido por Belshazzar), para compartir con él las viandas de su cena.
También a ellos les picaba la curiosidad, de modo que aceptaron, y Meljhi-Hor junto a sus dos inseparables Lamas, y Gondofares acompañado del primer oficial de la escolta, se trasladaron hasta la lujosa carpa, en compañía de un grupo de protocolarios y endrinos guerreros.
La tienda del príncipe negro era de grandes dimensiones, redonda, cubierta por ricas telas y alfombrado el duro suelo con bellos tapices, esteras y almohadones. El recinto estaba ocupado por servidores y servidoras que surtían de todo tipo de frutos y derivados de la leche de camella (lo que alegró a los monjes, ahítos de comer carne, pues recordaban el yogur batido, de leche de yak que solían consumir con tortas de harina de cebada tostada que llamaban tsampa, y té con grasa de yak y sal) una mesa a ras de suelo, fabricada con maderas y metales preciosos. El anfitrión se encontraba sentado con las piernas cruzadas sobre almohadas, y al ver entrar a sus invitados se levantó presto, haciendo una prolongada reverencia que invitaba a penetrar en la estancia. El lujo del aposento y del vestuario de aquel joven de piel de ébano, aturdió momentáneamente a nuestros huéspedes en modo alguno habituados a tanto derroche y oropel.
-Seáis bienvenidos a mi humilde cobijo –saludó el hospedador, cortesía a la que correspondieron sus invitados, cada uno a su estilo-. Y ahora lo menos que debo hacer es presentarme: soy Natakamani, rey y sumo sacerdote del país de Nubia, descendiente de Menelik I, rey e hijo de la reina de Saba y del rey Salomón de Israel. Siendo adolescente fui instruido por un maestro de la Casa de la Vida egipcia, para curar las enfermedades del cuerpo y de la mente y en el estudio del firmamento de los astros. Ahora he recorrido, hasta estas tierras, largos ciclos solares por el desierto en pos de una quimera posiblemente descabellada.
-Todo hombre persigue una ilusión, un espejismo una esperanza que de sentido a su vida- añadió el monje.
-Mi esposa, la reina Amanitore ha leído muchos pergaminos y papiros, y ha escuchado muchos relatos acerca del mundo de los hebreos, cuyo noble Patriarca José dejó una huella en el recuerdo como glorioso gobernador de la tierra de Egipto. Esta gente espera hace siglos la llegada de un Mesías que nacería en la tierra de Judea y conduciría a su nación por el camino del bien supremo, bajo los preceptos de Jehová, sus patriarcas y sus reyes; un reino de paz, amor y perdón que descenderá de la gloría de los justos, para salvar a su pueblo elegido. Pues bien, hace algunos septenarios mientras estudiaba el firmamento, observé una nueva luz, un astro refulgente, que nunca antes había visto, y que portaba una hermosa cola, que se movía y que indicaba un camino a seguir que conducía a estas tierras. Era la señal de la profecía.
-Nosotros también hemos acudido siguiendo esa huella celeste, en busca del que ha de nacer –añadió Gondofares.
Naturalmente durante toda la velada y el resto del camino hasta la ciudad de Jerusalén, los tres hombres compartieron sus respectivos conocimientos místicos, que cada vez se iban aproximando más y más entre sí. Recorrieron como una única caravana atravesando el desierto de Judea siguiendo el camino entre el mar salado y el río Jordán, y las montañas que le arropan en su ribera occidental, hasta alcanzar un pequeño pueblito a no muchos estadios de Jerusalén, llamado Belén, aldea de pobres pastores y recolectores. Allí, sobre sus cabezas se detuvo momentáneamente la estrella, iluminó con un gran fulgor el lugar y desapareció para siempre de sus sorprendidos ojos. Allí les comunicaron que acababa de parir una joven mujer a un varon. La puerta de gastada madera del dornajo protegía a la madre de las vistas de los curiosos que, sin saber porque acudían sin cesar, tendida sobre el forraje de las bestias, y cuidada por dos mujeres del lugar aliviábase del gran esfuerzo. El padre, un maduro trabajador manual de encallecidas manos, sostenía a la criatura entre sus brazos, envuelto en paños de estameña, de pie, en el rincón donde el ganado, allí guardado, más calor emanaba. Los tres peregrinos hicieron una profunda reverencia a la madre y besaron sus manos. Gondofares (Gastaphar) se desabrochó su capa y arrodillándose junto a la mujer, cubrió su cuerpo con ella. Natakamani (Belshazzar) tomó en sus manos un estuche, de uno de sus servidores que aguardaba tras de él, y abriéndolo untó sus dedos con el bálsamo que contenía y lo extendió en la frente de la madre para aliviar los dolores del parto. Meljhi-Hor (Melchior) observaba con las palmas de sus manos juntas delante de su cara, como era su costumbre, con un rosario de cuentas entre sus dedos.
Ahora, los tres hombres sabios, se acercaron al padre y descubrieron el lienzo que cubría al niño, cuyo rostro infundía al mirarlo una extraña paz. Un aroma a pasto fresco recién segado invadía la estancia. No había luz alguna en el establo, pero no era necesaria, puesto que una insólita luminiscencia llenaba todo el lugar como si centenares de luciérnagas hubieran invadido el recinto. Meljhi-Hor habló y dijo:
-Bienaventurados seáis porque habéis encarnado un espíritu prodigioso que no os pertenecerá jamás, puesto que será la luz, el bien y la sabiduría que los hombres necesitan para su salvación
-Este niño ha de pasar su infancia en el seno de su familia –añadió el rey guerrero- pero un día, cuando despierte en él la pubertad, mandaremos en su busca, porque ha de instruirse en las leyes más elevadas del conocimiento, para poder llevar a cabo la elevada misión que le será revelada. Yo forjare con oro la corona que ha de portar un rey poderoso y justo. En mi reino aprenderá sobre el bien y el mal en los pensamientos, la palabra y los actos, y podrá prepararse para responder por ellos en el último juicio.
-Yo le ilustraré sobre la forma de amar y cuidar el cuerpo y el corazón de los dolientes hombres –dijo el príncipe de color de ébano-, a conocer la naturaleza y los astros y a fabricar la mirra y los ungüentos que han de calmar el padecimiento de los pueblos.
-Junto a mi –terminó el monje- llegará a comprender que para el hombre que se descuida a la materia y el placer mundano, una sola vida no es suficiente para alcanzar la sabiduría, la paz y el bien infinito. Entre el incienso de nuestro monasterio en tan lejanas montañas su espíritu aprenderá a alcanzar el Nirvana de los justos.
Dicho esto, los tres hombres repitieron un reverente saludo y salieron del pesebre, para lo cual sus escoltas hubieron de hacer un pasillo entre la incontable muchedumbre que aguardaba junto a la puerta, portando todo tipo de regalos para ayudar a aquella pobre familia, y tras una breve despedida marcharon junto con sus séquitos, siguiendo ahora caminos distintos, pero rebosantes de la sabiduría que el germen de aquella aventura hizo brotar en sus corazones, y la promesa de reunirse un día para instruir al “niño de la luz”.
Es muy poco probable que este cuento corresponda al relato de un suceso verídico, pero que hermoso sería soñarlo en compañía de Melchior, Gastaphar y Belshazzar, o como gustéis de llamarlos... claro que a los asesinos vascos esto les sonará a... español y monárquico. ¡Que le vamos a hacer! La lobotomía frontal congénita también puede ser genética, como el Rh.
Ya decía Gustavo le Bon que:
"La inteligencia es un barniz que recubre los sentimientos, pero que no los transforma".

Buenas noches.

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