Es Navidad, una época en la que, al menos en apariencia, debería producirse una reconciliación, una tregua o armisticio entre los hombres libres y las fuerzas del mal, es decir los políticos. A pesar de que en España nos encontramos pendientes de un precipicio de corrupción y desesperación de muchas familias, no quiero el día de hoy comentar ningún suceso socio-político que entristezca una celebración que con matiz religioso, para los creyentes, o simplemente familiar debe rematar el final de un año verdaderamente aciago. Es por ello que quiero que mis lectores conozcar un cuento del que soy autor y que tiene aroma a abeto y sabor a turrón:
EL NIÑO DE LA LUZ
-¡Señor! ¡Señor! ¡Mi señor!
El oficial de la guardia entra en
el salón del trono realizando, con un
incuestionable vigor, un marcial
saludo militar, al uso, golpeándose el pecho con el puño de la mano
derecha, en tanto mantenía la mano izquierda aferrada a la empuñadura de su
espada.
Aquella sala mostraba muy escasa
riqueza en su obra, al igual que el resto del inmueble, al fin y al cabo no se
trataba sino de una atalaya de piedra con techado y encofrados de madera, en
medio de un campamento militar, rodeado por una empalizada de troncos. En
realidad, los signos externos de opulencia que podían denotar la condición real
de su inquilino, quedaban a cargo de los escasos, aunque trabajados, muebles,
los tapices, alfombras, doseles, colgaduras y pieles de animales, que cubrían
suelos y paredes, en anárquica alternancia con distintos tipos de armas y
escudos.
El trono, de madera de castaño, bien labrado, aparecía encaramado sobre
una tarima de tres escalones, que el tiempo había desgastados. Tras el sitial, dos
largos cortinajes en color
granate, rompían la monotonía del tabique de sillares de granito con
pobre pellada, que veíanse burilados de forma descuidada y desigual, y que
tapiaba el fondo de la estancia.
El rey Gondofares (en idioma armenio Gastaphar) se encontraba de pie,
delante de una amplia mesa sobre la cual figuraba representado, en barro rojo,
un plano en relieve de algún territorio ciertamente montañoso. El monarca era
un hombre joven de larga cabellera y abundante barba, moreno de tez y cabello,
alto de talla y bien fornido, que portaba un peto ligero de cuero sobre una
túnica ajustada a la cintura por un ceñidor y botas de cuero hasta media
pierna. Rodeado de media docena de aguerridos generales, discutía, valiéndose
de una vara, algunas maniobras militares para la disposición de los ejércitos a
saber en que futura empresa, pero que atraía evidentemente su interés.
Todos los presentes giraron sus cabezas hacia el capitán de la guardia
-¿Por qué nos interrumpes? – preguntó el
viejo general Hirkhamu.
-Mi señor, ha llegado hasta la fortaleza una
extraña comitiva.
- ¿Una extraña comitiva? –Repitió el rey- ¿Un
grupo armado?
-No, mi señor; no serán más de una docena y
su aspecto es de gente de Dios, o algo parecido, aunque su indumentaria es bien
singular.
-Explícate.
-Tienen sus cabezas afeitadas y cubierta con
extraños tocados, altos como mogotes puntiagudos. Visten túnicas largas de
color púrpura y togas como el azafrán. Montan en asnos y parecen custodiar un
carro cerrado, tirado por una pareja de yak, donde se acomoda el que parece ser
el patriarca, pues es más rica su vestidura.
-¿Y que es lo que piden? –Preguntó Hirkhamu,
que se cubría la espalda con una gran piel de oso- que la guardia los despache.
-No tienen aspecto de nómadas vagamundos,
sino que parecen gente principal para alguna comunidad, pues que insisten en
ser recibidos por mi señor.
Gondofares se volvió y miró con gesto inquisidor a un hombre muy alto,
cubierto por una túnica y capa talares de color oscuro, que no dejaban ver
salvo sus manos, a través de la abertura delantera de la capa, apoyadas en un
largo báculo rematado en una formidable piedra de cuarzo rosa. Portaba barba
muy fina, que dejaba al descubierto unos gruesos labios, y se cubría la afeitada
cabeza con un amplio capuchón integrado asimismo en la capa. Aquel hombre, a
todas luces un adivino, druída, mago, augur o algo parecido, que se había
mantenido todo el tiempo en la penumbra de la sala, iluminada con hachones
humeantes, dio un paso hacia adelante y, sin cruzar una palabra, asintió con la
cabeza.
-Sea, hazles pasar –ordenó el rey al oficial,
al tiempo que hacía un gesto con la mano a sus generales para que se apartaran
a los lados de la estancia, y cubría sus hombros con una capa color carmesí,
ricamente bordada con oro en su vuelo.
No pasó mucho tiempo antes de que dos soldados de la guardia separaran
ambos palios de los cortinajes que cerraban la poterna de acceso, y por ella
entraron tres personajes, el más destacado en su atavío, delante de los otros
dos, cuyo aspecto respondía exactamente a la descripción que de ellos hubo
hecho el capitán de la guardia.
Su porte era venerable y bondadoso y en sus labios se dibujaba una
afable sonrisa. Juntas las palmas de sus manos delante de la cara, avanzaron
unos pasos, con la templanza de a quienas el tiempo no hostiga, hasta detenerse
a unos pasos del rey, y realizar una cortés reverencia con sus cabezas.
Gondofares, que aguardaba de pie delante del trono, correspondió, ya
inevitablemente intrigado, colocando su
puño derecho sobre el pecho e inclinando también la cabeza levemente.
-Seáis bienvenidos. Habéis solicitado verme.
Yo soy Gondofares, descendiente de Atheas rey de
los Escitas y unificador de los Sármatas. Soy
hijo de Hereo, y rey del pueblo de los Pahlavas y señor de la tierra de Agni.
-Sabemos quien sois.
-Bien pues entonces decid que queréis de mi.
-Veréis señor de los bravos Pahlavas –comenzó
a hablar con tono apacible, aunque firme, aquel que encabezaba la embajada-
nosotros, nuestro séquito y las bestias que nos acompañan llevamos muchas
jornadas de agotadora marcha desde las escarpadas montañas del país del Tibet,
y deseamos solicitar de vuestra indulgencia nos permitáis detenernos a
descansar en vuestros dominios para reponer fuerzas y aprovisionarnos de
alimentos y agua, y así poder proseguir
nuestro viaje sin más pausa.
Gondofares miraba a los recién llegados con ceño fruncido, pero
indudablemente tranquilizado al comprobar que no se trataba de espías de los
griegos, los romanos, los partos o a saber.
-Si, claro –titubeó el rey- podéis permanecer
en mi fortificación el tiempo que os sea menester para aprovisionaros, pero no
entiendo…
-Es muy de agradecer, señor, pero no podemos
demorar nuestra partida más allá de dos jornadas, pues el tiempo apremia y el
gozoso día está por llegar.
-¿Y que es aquello que ha de suceder en un
día cercano que es tan importante?
-Veréis señor, mi nombre es Meljhi-Hor (en
armenio Melchior), a la sazón Mons. perteneciente al monasterio del sagrado
monte Kailas, en la región del Tibet. En esta abadía es donde reside nuestro
maestro espiritual que vosotros llamáis Dalai y nosotros Gyam-Tsho. Mi misión,
en vida del Dalai es asesorarle en la interpretación de los signos de la
naturaleza y de los astros del cielo. Pues bien, hace algunas jornadas, nuestro
maestro, el Dalai murió, y su espíritu voló para reencarnarse en otro cuerpo,
en el de un recién nacido.
Pocas horas después de su muerte, mientras sosegaba mi espíritu en la
contemplación del estrellado firmamento, pude observar la aparición de una
señal del Universo, una estrella con una gran cola brillante que desde entonces
marcha muy lentamente hacia poniente, indicándome así el lugar hacia donde debo
buscar. Hoy mi misión, pues que fui nombrado Panchen Lama por la comunidad, es
encontrar el Turku, la nueva reencarnación del espíritu de nuestro maestro, el
niño donde reside el alma del “océano de la sabiduría”, y debo encontrarlo
antes de 49 días, pues de ello
dependerá que el espíritu del Dalai consiga
completar su Karma, para alcanzar el fin más deseado, la completa perfección
espiritual, el Nirvana.
El rey miraba a aquel hombrecillo con gesto de gran estupor. Lentamente
volvió a girarse hacia su hombre sabio, podemos asegurar que en demanda de
ayuda. Aquel esbelto personaje echó hacia atrás el capuz que le cubría la
cabeza, se acercó a los monjes, saludó y habló.
-Soy Habban, sacerdote zoroástrico, adivino y
astrólogo al servicio del rey Gondofares, como antes serví a su padre. He
escuchado vuestro relato con atención. Conozco la existencia de vuestra
comunidad y tengo razón de algunos de los preceptos difundidos por Buda hace
500 años. Os he escuchado hablar de una señal en el firmamento…Yo también la he
visto, e informe a mi señor de que en la voluntad del Universo está un gran
acontecimiento que ha de suceder, aunque no pude asociarlo con algún hecho que
no fuera una victoria militar. Pero al escucharos relacionarlo con el
nacimiento de un niño prodigioso, me ha evocado la promesa que nuestro profeta Zaratustra nos hizo,
antes de partir, sobre el nacimiento de un redentor de las almas que llamamos Peshotan.
Durante unos instantes se hizo un silencio que rompió de nuevo Habban
-Veréis, -avanzó a paso lento por la sala- el
origen de mi nombre se remonta a las tierras próximas al río Jordán, donde
vivían mis abuelos, en las riberas del mar salado, la tierra donde moran los
cananeos. Un escalofrío me dice que es allí donde va a nacer el niño
prodigioso, pues ellos comparten la misma profecía. Permitidme, pues
acompañaros en vuestro viaje.
-No, Habban, soy yo, el rey quien debe acudir
a rendir homenaje a quien llega a iluminar las almas
-Pero, mi señor, la campaña…-apostilló
Hirkhamu. Un murmullo entre los generales inundó la estancia.
-Así debe ser –insistió Gondofares- Este es
mi deseo y así se escribirá en la historia. Tu Habban quédate aquí y asiste a
Hirkhamu, al que dejo al mando de mi reino en mi ausencia, en la preparación de
la empresa para unificar a las tribus de los Partos y los Hindúes en un gran
imperio, como es mi sueño. Pero ello habrá de esperar a mi regreso.
Dicho esto Gondofares llamó al jefe de su guardia y dio las
instrucciones precisas para preparar una caravana escoltada, con gran
impedimenta y fuertes caballos de las estepas que sustituyeran a las lentas
acémilas de los humildes monjes. Y antes de que el sol se pusiera dos veces, la
expedición partía rumbo a las tierras del poniente, siguiendo el mapa que el
sabio Habban confeccionó sobre piel de ternera, para indicar el camino que
habrían de llevar, y que, por supuesto
procuraba evitar encuentros incómodos con las
principales tribus hostiles que podrían encontrar, y ante todo con los romanos.
Durante el viaje, acampados en las noches tibias y estrelladas de las
tierras al sur de la meseta Iránia, en la región de Persis, siempre cercanos a
la costa del golfo Pérsico, y sin perder de vista a la hermosa estrella de
larga cola, aquellos hombres pertenecientes a culturas y creencias distintas,
pudieron comprobar que era mucho más aquello que les unía que lo que podía
separarles. Unos, los zoroástricos o mazdeistas adoraban al dios Ormuz, o Ahura
Mazda, señor del bien, que enfrentaban al espíritu del mal personificado por
Ahriman. Básicamente la estructura de su filosofía se sustentaba en el dualismo
entre el bien y el mal, noción que dará lugar entre los iránios a la teoría del
Maniqueísmo, que luego hará furor entre los partos. De este modo, según
profetizó Zaratustra el hombre es libre de elegir entre la maldad o la bondad
de sus pensamientos, palabras y actos, pero finalmente su espíritu, tras la
muerte, habrá de cruzar el puente para ser juzgado según haya sido su elección.
Pero ese juicio no será final sino que, con la llegada de Peshotan, existe la
posibilidad de limpiar el mal de las almas condenadas.
Los budistas, por su parte, intentaron ilustrar sobre que las almas
deben atravesar por este mundo para purificarse y conseguir finalmente el
estado de mayor felicidad, ausente de dolor y sufrimiento y de cualquier
influencia material o de conciencia. Ese estado es el Nirvana, al que se
consigue acceder en sucesivas reencarnaciones del espíritu, y en cuyo
transcurso la suma de los buenos actos conducirá, finalmente, al paraíso de la
suma dicha, y bienaventuranza. Estas y otras consideraciones iban completando
de sabiduría el entendimiento de aquellas gentes.
Pasaron los días y finalmente la comitiva alcanzó las estériles riberas
del mar salado, que los hebreos conocen como mar Muerto, en su orilla más
austral. El día iba muriendo y era menester hacer el campamento, de modo que
buscaron una pequeña vaguada resguardada del seco viento del desierto del
Negev. Pero el destino quiso que al pequeño valle alcanzara a llegar, al mismo
tiempo, una caravana de camellos y caballos que acampó muy cercana, haciendo
uso de pertrechos que denotaban la importancia del príncipe que la dirigía.
Poniéndose el sol hacia el desierto, un oficial y dos singulares
soldados de raza negra con ropajes de vistosos colores se acercaron al
campamento de nuestros caminantes, rogando tuvieran a bien aceptar ser los
invitados de su señor el rey Natakamani, el protegido de Dios (que en idioma
hebreo sería traducido por Belshazzar), para compartir con él las viandas de su
cena.
También a ellos les picaba la curiosidad, de
modo que aceptaron, y Meljhi-Hor junto a sus dos inseparables Lamas, y
Gondofares acompañado del primer oficial de la escolta, se trasladaron hasta la
lujosa carpa, en compañía de un grupo de protocolarios y endrinos guerreros.
La tienda del príncipe negro era de grandes dimensiones, redonda,
cubierta por ricas telas y alfombrado el duro suelo con bellos tapices, esteras
y almohadones. El recinto estaba ocupado por servidores y servidoras que
surtían de todo tipo de frutos y derivados de la leche de camella (lo que
alegró a los monjes, ahítos de comer carne, pues recordaban el yogur batido, de
leche de yak que solían consumir con tortas de harina de cebada tostada que
llamaban tsampa, y té con grasa de yak y sal) una mesa a ras de suelo,
fabricada con maderas y metales preciosos. El anfitrión se encontraba sentado
con las piernas cruzadas sobre almohadas, y al ver entrar a sus invitados se
levantó presto, haciendo una prolongada reverencia que invitaba a penetrar en
la estancia. El lujo del aposento y del vestuario de aquel joven de piel de
ébano, aturdió momentáneamente a nuestros huéspedes en modo alguno habituados a
tanto derroche y oropel.
-Seáis bienvenidos a mi humilde cobijo
–saludó el hospedador, cortesía a la que correspondieron sus invitados, cada
uno a su estilo-. Y ahora lo menos que debo hacer es presentarme: soy
Natakamani, rey y sumo sacerdote del país de Nubia, descendiente de Menelik I,
rey e hijo de la reina de Saba y del rey Salomón de Israel. Siendo adolescente
fui instruido por un maestro de la Casa de la Vida egipcia, para curar las
enfermedades del cuerpo y de la mente y en el estudio del firmamento de los
astros. Ahora he recorrido, hasta estas tierras, largos ciclos solares por el
desierto en pos de una quimera posiblemente descabellada.
-Todo hombre persigue una ilusión, un
espejismo una esperanza que de sentido a su vida- añadió el monje.
-Mi esposa, la reina Amanitore ha leído
muchos pergaminos y papiros, y ha escuchado muchos relatos acerca del mundo de
los hebreos, cuyo noble Patriarca José dejó una huella en el recuerdo como
glorioso gobernador de la tierra de Egipto. Esta gente espera hace siglos la
llegada de un Mesías que nacería en la tierra de Judea y conduciría a su nación
por el camino del bien supremo, bajo los preceptos de Jehová, sus patriarcas y
sus reyes; un reino de paz, amor y perdón que descenderá de la gloría de los
justos, para salvar a su pueblo elegido. Pues bien, hace algunos septenarios
mientras estudiaba el firmamento, observé una nueva luz, un astro refulgente,
que nunca antes había visto, y que portaba una hermosa cola, que se movía y que
indicaba un camino a
seguir que conducía a estas tierras. Era la
señal de la profecía.
-Nosotros también hemos acudido siguiendo esa
huella celeste, en busca del que ha de nacer –añadió Gondofares.
Naturalmente durante toda la velada y el resto del camino hasta la
ciudad de Jerusalén, los tres hombres compartieron sus respectivos
conocimientos místicos, que cada vez se iban aproximando más y más entre sí.
Recorrieron como una única caravana atravesando el desierto de Judea siguiendo
el camino entre el mar salado y el río Jordán, y las montañas que le arropan en
su ribera occidental, hasta alcanzar un pequeño pueblito a no muchos estadios
de Jerusalén, llamado Belén, aldea de pobres pastores y recolectores. Allí,
sobre sus cabezas se detuvo momentáneamente la estrella, iluminó con un gran fulgor el
lugar y desapareció para siempre de sus sorprendidos ojos. Allí les comunicaron
que acababa de parir una joven mujer a un varon. La puerta de gastada madera
del dornajo protegía a la madre de las vistas de los curiosos que, sin saber
porque acudían sin cesar, tendida sobre el
forraje de las bestias, y cuidada por dos mujeres del lugar aliviábase
del gran esfuerzo. El padre, un maduro trabajador manual de encallecidas manos,
sostenía a la criatura entre sus brazos, envuelto en paños de estameña, de pie,
en el rincón donde el ganado, allí guardado, más calor emanaba. Los tres
peregrinos hicieron una profunda reverencia a la madre y besaron sus manos.
Gondofares (Gastaphar) se desabrochó su capa y arrodillándose junto a la mujer,
cubrió su cuerpo con ella. Natakamani (Belshazzar) tomó en sus manos un
estuche, de uno de sus servidores que aguardaba tras de él, y abriéndolo untó
sus dedos con el bálsamo que contenía y lo extendió en la frente de la madre
para aliviar los dolores del parto. Meljhi-Hor (Melchior) observaba con las
palmas de sus manos juntas delante de su cara, como era su costumbre, con un
rosario de cuentas entre sus dedos.
Ahora, los tres hombres sabios, se acercaron al padre y descubrieron el
lienzo que cubría al niño, cuyo rostro infundía al mirarlo una extraña paz. Un
aroma a pasto fresco recién segado invadía la estancia. No había luz alguna en
el establo, pero no era necesaria, puesto que una insólita luminiscencia
llenaba todo el lugar como si centenares de luciérnagas hubieran invadido el
recinto. Meljhi-Hor habló y dijo:
-Bienaventurados seáis porque habéis
encarnado un espíritu prodigioso que no os pertenecerá jamás, puesto que será
la luz, el bien y la sabiduría que los hombres necesitan para su salvación
-Este niño ha de pasar su infancia en el seno
de su familia –añadió el rey guerrero- pero un día,
cuando despierte en él la pubertad,
mandaremos en su busca, porque ha de instruirse en las leyes más elevadas del
conocimiento, para poder llevar a cabo la elevada misión que le será revelada.
Yo forjare con oro la corona que ha de portar un rey poderoso y justo. En mi
reino aprenderá sobre el bien y el mal en los pensamientos, la palabra y los
actos, y podrá prepararse para responder por ellos en el último juicio.
-Yo le ilustraré sobre la forma de amar y
cuidar el cuerpo y el corazón de los dolientes hombres –dijo el príncipe de
color de ébano-, a conocer la naturaleza y los astros y a fabricar la mirra y
los ungüentos que han de calmar el padecimiento de los pueblos.
-Junto a mi –terminó el monje- llegará a
comprender que para el hombre que se descuida a la materia y el placer mundano,
una sola vida no es suficiente para alcanzar la sabiduría, la paz y el bien
infinito. Entre el incienso de nuestro monasterio en tan lejanas montañas su
espíritu aprenderá a alcanzar el Nirvana de los justos.
Dicho esto, los tres hombres repitieron un reverente saludo y salieron
del pesebre, para lo cual sus escoltas hubieron de hacer un pasillo entre la
incontable muchedumbre que aguardaba junto a la puerta, portando todo tipo de
regalos para ayudar a aquella pobre familia, y tras una breve despedida
marcharon junto con sus séquitos, siguiendo ahora caminos distintos, pero
rebosantes de la sabiduría que el germen de aquella aventura hizo brotar en sus
corazones, y la promesa de reunirse un día para instruir al “niño de la luz”.
Es muy poco probable que este cuento corresponda al relato de un suceso
verídico, pero que hermoso sería soñarlo en compañía de Melchior, Gastaphar y
Belshazzar, o como gustéis de llamarlos.
Amigos lectores feliz Navidad, porque lo de próspero año 2013 ya es mucho más dudoso a pesar de los deseos que yo pueda expresar.
1 comentario:
Es cierto que en Navidad se espera por lo menos una reconciliación o perdón,pero¿Qien tiene que dar el primer paso?.La realidad es que todos ofendemos y tambien somos ofendidos.
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