martes, 6 de febrero de 2018

Durante la  revolución francesa se populariza la palabra nación y durante el proceso expansivo de este movimiento sedicioso por Europa se crean las nacionalidades, principio que va extendiéndose por todo el continente a rebufo de los ejércitos revolucionarios, que van animando a los pueblos europeos a desembarazarse de sus respectivos soberanos, aunque con el ascenso de Napoleón al poder la presencia de los ejércitos imperialistas  por Europa provoca un profundo rechazo y odio al invasor, comenzando así a crearse un sentimiento de unificación de grupos poblacionales, en definitiva de coalición nacional.
Tras la caída de Napoleón el reajuste del mapa europeo correrá a cargo de las cinco grandes potencias reunidas en Viena en 1815: Gran Bretaña, Rusia, Austria, la nueva Francia borbónica y Prusia, basándose en dos principios inalienables: en primer lugar los estados deben regirse por sus soberanos legítimos, cuya autoridad, de origen divino, no puede estar limitada por ninguna constitución; en segundo lugar implantar un equilibrio según el cual la vida internacional debe ser dirigida por las grandes potencias. Pero estos preceptos no pueden ser llevados a cabo totalmente pues que muchos soberanos se ven obligados a ceder ante algunas transformaciones sociales y jurídicas, ya que los tratados de Viena tuvieron lugar sin tener en cuanta la voluntad de los pueblos, lo que condujo a una agitación nacionalista y liberal contra el orden y la autoridad impuestas, provocando, finalmente, la represión de las grandes potencias para restablecer el orden de las políticas absolutistas.
Este caldo de cultivo nacionalista, dirigido y orientado por la élites internacionales es aprovechado por poetas y artistas pertenecientes al nuevo movimiento romántico, para recabar una reacción nacional por la belleza y grandeza de la tierra natal. Se difunde la novela nacional y la poesía y literatura canta las glorias patrias y las grandezas de los reinos independientes antes de la intervención de los imperios extranjeros unificadores. La difusión del sentimiento nacionalista fue extendido por ilustrados como Palacky, Leopold Ranke, Karl von Stein, Cesare Balbo etc.,  y entre los artistas Prederic Chopin que propagó las ideas patrióticas y revolucionarias desde su exilio, Richard Wagner cofrade del revolucionario Mijaíl Bakunin, o Giuseppe Verdi.
En todo este movimiento de exaltación de lo nacional la reivindicación de las lenguas vernáculas tiene una importancia fundamental como símbolo identificativo. A partir de 1848 el nacionalismo es un instrumento poderoso de renovación política: primero quedará vinculado a los movimientos políticos de la izquierda; luego, desde esa fecha, coincidiendo con el auge de la burguesía y el desarrollo del gran imperialismo, a los de la derecha.
Hoy día, estos sentimientos reivindicativos en subordinación al mundo intelectual y artístico, queda en manos de banderías políticas, de camarillas sectarias, que dan en llamarse partidos políticos, ya de izquierda, que vuelven a lanzar a los pueblos hacia un sentimiento, una emoción evocativa nacionalista, opuesta al patriotismo que predicaran intelectuales como Cajal, y que rinda tributo a la extravagante y artificiosa moda de emotividad visceral cofrade. Los nacionalismos, en buen provecho de quienes se erigen en adalides de su dignidad, caen en el uso de la actualidad más estomagante y, al fin, peligrosa como lo fueron en su tiempo la Secta de la Familia de Charles Manson, la del Templo del Pueblo de Jim Jones o la Secta Waco, de los Davinianos de David Koresh, por ejemplo, y por qué no, el Nazismo, el Comunismo o el Islamismo, hermandades que alejadas, finalmente, de sus reivindicativos principios, conducen a la destrucción indefectible de sus miembros, física y, lo que es peor, mentalmente.
En el siglo XXI un nacionalista es un individuo (e individua, diría Pedro Sánchez) anulado como persona razonable, hipnotizado por un dogma que no le permite desarrollarse intelectualmente libre como individuo social. A un nacionalista es imposible conseguir que comprenda su error, al menos cuantitativo, y el descalabro personal, institucional  y social que provoca su estéril revolución. Un nacionalista no piensa por sí mismo, ha sido magnetizado, hechizado y dominado por un concepto, hasta el punto de matar o morir por un juicio por descabellado que sea.
Cuanto enajenado malvive en nuestros días arrastrando su desatino como una verdad  universal . Mucho me recuerdan los nacionalistas al personaje representado por Woody Allen en la película "La Maldición del Escorpión de Jade" en que una palabra dictada por teléfono condicionaba en el protagonista una desestructuración de su personalidad y de manera hipnótica llevaba a cabo cualquier disparate que le fuera exigido por el dominador de su mente. A un nacionalista no intente hacerle reflexionar sobre su error. Un nacionalista no existe como individuo social, no piensa, no analiza, no se hace preguntas, no reflexiona, no argumenta, no enjuicia, no comprende. Un nacionalista es solo nacionalista.



 

viernes, 2 de febrero de 2018

Dos catedráticos, dos maestros he tenido a lo largo de mi vida universitaria que han dejado en mi alma de médico una impronta imborrable. Uno de ellos fue don José Casas Sánchez, catedrático de Patología General, en cuya cátedra participé como alumno interno por breve, aunque suficiente, espacio de tiempo, pues una grave enfermedad y una muerte dramática me dejó huérfano de su saber y su comunicar de manera inesperada y terminante cuando apenas había cumplido mi adolescencia como universitario en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Era aquel hombre especial un cuerpo grande unido a un alma buena, generosa y venerable y a un cerebro muy especial. Era un profesor clásico, una eminencia clínica que inspiraba más que respeto una especial veneración en sus alumnos y en todo aquel que se sumergía en su gloriosa aura de clásico maestro. Con él aprendí todos aquellos fundamentos de la propedéutica y la semiología clínica.
Cuando don José, así lo llamábamos sus alumnos, falleció se desplomó en mi ánimo la senda que me había marcado su ejemplo hacia la medicina clínica, y la posibilidad de continuar mi formación con cualquier otro catedrático de la misma asignatura  era impensable, ninguno se aproximaba al magisterio de aquel hombre irrepetible. Entonces había que tomar otro camino, y, casi al azar, elegí la senda de la Traumatología y Cirugía Ortopédica que impartía la cátedra de don Hipólito Durán Sacristán, que se convertiría en el otro gran maestro de mi andadura académica y profesional.
A finales del siglo XIX, un catedrático de Anatomía y Patología General, don José Letamendi, dejó para el conocimiento de los médicos de los siglos venideros una locución que debería ser observada por los facultativos que buscaran una formación integral, como debería ser la de todo galeno:
"El médico que solo sabe de Medicina, ni siquiera de Medicina sabe".
Pues bien, don Hipólito Durán añadía a sus alumnos continuamente la siguiente reflexión:
"Solo es posible sentir íntimamente la Medicina si se aplica al hombre como persona... Si se omite el alto destino del hombre, autor de acciones libres, y no se comprende su dolor, no hay medicina ni cirugía".
Este gran hombre, dotado por la naturaleza de una lúcida inteligencia, de una brillante y rica oratoria, de una afable humanidad y de una capacidad de trabajo inagotable, era una persona de talla baja, andares pausados y sonrisa franca, que cuando entraba en el aula, seguido de todos los médicos de su servicio, que acudían a escuchar sus clases, llenaba la atmósfera con el espíritu de su elocuencia y su precisión  escolástica.
No voy a pretender destacar todos los interminables honores, distinciones, nombramientos y reconocimientos a los que se hizo meritoriamente acreedor, porque para mí fue su bondadoso magisterio lo que reavivó la llama de la medicina integral y la traumatología humanizada y nunca mecanizada. Con él aprendí mucho más que Medicina, pues el profesor Durán era en sí mismo un ejemplo de humanidad ante el enfermo y sensibilidad en quirófano. Con él aprendí a ser mejor médico, mejor persona y a valorar la riqueza académica del espíritu universitario.
Pero hoy vuelvo a quedarme huérfano del guión que a lo largo de toda mi vida profesional ha amparado todos mis actos médicos, pues el día 20 de Enero ha fallecido don Hipólito Durán Sacristán; su espíritu ya no nos envuelve a sus alumnos, a pesar del paso de los años, pues ha volado más allá de las estrellas, donde moran los hombres y mujeres buenos, comisionados por la historia a ser enseña y estandarte de los hombres para marcarles el camino de la ciencia compartida y el amor a un mundo que tenemos en prestación junto con nuestros semejantes. Allí se encontrará con don Santiago Ramón y Cajal, con Rene Laennec, con Paracelso, con René Favaloro, con William Harvey, con Alexander Fleming... y, por supuesto, al profesor José Casas Sánchez, con quien, en algún momento, hablará de aquel alumno flacucho y bigotudo que aparecía metiendo las narices por todos los rincones de la cátedra. Como él era creyente, que Dios lo tenga junto al coro de sus asesores más dignos. Gracias maestro.